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27 de octubre de 2011

Toda anti-epopeya narra una guerra perdida o un viaje trunco


Ocurrió un día en que el mundo se estancó y estuvo a punto de derretirse, cierto mes muerto de un verano canicular.
Día de semejante calor, se sabe, trae de suyo la férrea determinación popular por colmar todos y cada uno de los ademanes cotidianos de menciones ampulosas de tipo claudicante. Expresiones tales como «con ésta calor no se puede».  
Grato, sí, es observar al gentío recalar esporádicamente en un puerto de tácita comunión, cuando, hermanadas por la existencia de un enemigo en común, las miradas se hallan cómplices y se tolera, aún en las más salientes esferas del ministerio o del comando mayor, cuellos de camisa que no se abotonen hasta el último.

El apremio categórico que suponía el haber salido tarde rumbo a los brazos de su convocante le obligó a correr a un ferrocarril San Martín que le hubiera dejado atrás sin contemplaciones morales, de no haber sido por las demoras que acarrea la sobrecarga.
Así pues, sintiendo aquella fuerza de prócer metálico dilatarse bajo sus pies, acodado en un extremo de un vagón tan repleto de pasajeros como de biromes el mundo, sintiose meritorio de un breve descanso, siendo como estaba, ya de pie ubicado en la cinta transportadora que sortearía la distancia final de su periplo.    
La gente subía y bajaba del tren con sometido automatismo. Pensó entonces, los párpados pesados, el bostezo como lenguaje, en el ensayo de una película de cine mudo. Tal vez en un Western. Sí, un Western se adecuaría mejor.
Quien no ha experimentado el vértigo con que un fuego abrazador recorre la humanidad del durmiente apenas el cuerpo entra en reposo –tan difícil de prevenir como un incendio forestal causado por la impericia- no se ha detenido jamás a obtener una panorámica en el mirador de la muerte.
Invadido de tal modo por el calor sofocante, transpirando como un deudor, apenas dueño de sus posibilidades físicas y haciendo gala de movimientos tan sutiles como los de un carterista, alcanzó a asomar la cabeza por la ventana, ya para atrapar en vuelo un soplo de aire fresco, ya para salivar, sin reprochárselo, el suelo infame que hacía de escenario de su fracaso. ¿Por qué habría de moverse todo tan lento?

De pronto, y ante la certeza de estar experimentando la inmisericordia del síndrome Caseros, largó un suspiro derrotado, égloga de su semblante, bagatela con que coronaba su fastidio.
Pero no por abundante el aire puede ser utilizado a tontas y a locas. Semejante suspiró tornose el puntapié inicial de un desmoronamiento, donde no sólo flaquearon las potencias físicas, sino también la psiquis toda. Su conciencia, abarrotada y entumecida, se vio en la obligación de estirar sus largas piernas: empacó sus cosas y le abandonó.
Su cuerpo, por fidelidad tal vez, acabó desinflándose como un neumático atravesado por miguelitos.

Lo último que sintió antes del desmayo fue un ardor puntual en la frente, un punzón nuevo empapelando su cabeza de amorfos extractos de un verdoso papel glacé. Al borde de su primer big-paper, imaginó por enésima vez a Dios pero en ésta oportunidad, esbozó en el limbo de su pensamiento la figura de un Dios entre aburrido y sádico, al que alcanzó a ver, jugando morbosamente a quemarle la cabeza con una lupa gigantesca. 



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