Ocurrió un día en que el mundo se estancó y estuvo a
punto de derretirse, cierto mes muerto de un verano canicular.
Día de semejante calor, se sabe, trae de suyo la
férrea determinación popular por colmar todos y cada uno de los ademanes
cotidianos de menciones ampulosas de tipo claudicante. Expresiones tales como
«con ésta calor no se puede».
Grato, sí, es observar al gentío recalar
esporádicamente en un puerto de tácita comunión, cuando, hermanadas por la
existencia de un enemigo en común, las miradas se hallan cómplices y se tolera, aún en las más salientes esferas del
ministerio o del comando mayor, cuellos de camisa que no se abotonen hasta el
último.
El apremio categórico que suponía el haber salido
tarde rumbo a los brazos de su convocante le obligó a correr a un ferrocarril San
Martín que le hubiera dejado atrás sin contemplaciones morales, de no haber
sido por las demoras que acarrea la sobrecarga.
Así pues, sintiendo aquella fuerza de prócer
metálico dilatarse bajo sus pies, acodado en un extremo de un vagón tan repleto
de pasajeros como de biromes el mundo, sintiose meritorio de un breve descanso,
siendo como estaba, ya de pie ubicado en la cinta transportadora que sortearía
la distancia final de su periplo.
La gente subía y bajaba del tren con sometido
automatismo. Pensó entonces, los párpados pesados, el bostezo como lenguaje, en
el ensayo de una película de cine mudo. Tal vez en un Western. Sí, un Western
se adecuaría mejor.
Quien no ha experimentado el vértigo con que un
fuego abrazador recorre la humanidad del durmiente apenas el cuerpo entra en
reposo –tan difícil de prevenir como un incendio forestal causado por la
impericia- no se ha detenido jamás a obtener una panorámica en el mirador de la
muerte.
Invadido de tal modo por el calor sofocante,
transpirando como un deudor, apenas dueño de sus posibilidades físicas y
haciendo gala de movimientos tan sutiles como los de un carterista, alcanzó a
asomar la cabeza por la ventana, ya para atrapar en vuelo un soplo de aire
fresco, ya para salivar, sin reprochárselo, el suelo infame que hacía de
escenario de su fracaso. ¿Por qué habría de moverse todo tan lento?
De pronto, y ante la certeza de estar experimentando
la inmisericordia del síndrome Caseros, largó un suspiro derrotado, égloga de
su semblante, bagatela con que coronaba su fastidio.
Pero no por abundante el aire puede ser utilizado a
tontas y a locas. Semejante suspiró tornose el puntapié inicial de un
desmoronamiento, donde no sólo flaquearon las potencias físicas, sino también
la psiquis toda. Su conciencia, abarrotada y entumecida, se vio en la obligación
de estirar sus largas piernas: empacó sus cosas y le abandonó.
Su cuerpo, por fidelidad tal vez, acabó
desinflándose como un neumático atravesado por miguelitos.
Lo último que sintió antes del desmayo fue un ardor
puntual en la frente, un punzón nuevo empapelando su cabeza de amorfos
extractos de un verdoso papel glacé. Al borde de su primer big-paper, imaginó por enésima vez a Dios pero en ésta oportunidad, esbozó en
el limbo de su pensamiento la figura de un Dios entre aburrido y sádico, al que
alcanzó a ver, jugando morbosamente a quemarle la cabeza con una lupa
gigantesca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario