CINE › PINA, FILMADA EN 3D, TAL VEZ SEA EL NACIMIENTO DEL HIPERCINE
“No sé cómo hacerlo”, repitió durante veinte años Wim Wenders a Pina Bausch, cada vez que ella le preguntaba cuándo filmarían su proyecto à deux. Los films de danza existentes no convencían al realizador de Las alas del deseo, que tenía la sensación de que algo se perdía al pasar del escenario a la pantalla. Finalmente, Wenders supo cómo hacerlo: en 3D. Por más que hasta ahora la industria la haya usado casi exclusivamente como un simple chiche nuevo, la estereografía permite devolver volumen al cuerpo, profundidad al espacio. Ahora sí, el cine estaba en condiciones de restituir los tres elementos sobre los que trabaja la danza (cuerpo, espacio, movimiento), añadiendo la posibilidad que da la cámara de meterse entre los bailarines, cambiar de enfoque, saltar de un plano a otro. Wenders estaba en lo cierto. Gracias al 3D, Pina –a la que el fallecimiento de la propia Pina, poco antes del comienzo del rodaje, convirtió en monumento en su memoria– no sólo fusiona cine y danza con beneficios mutuos, sino que empuja a ambos lenguajes a un salto cualitativo. Hasta el punto de que tal vez esté fundando una forma nueva. Forma a la que quizá pueda dársele, por grandilocuente que suene, el nombre de hipercine.
El deslumbramiento es doble. Para el neófito (y hay que convenir en que en un lenguaje como la danza, el grueso del público lo es), descubrir el arte de Pina Bausch representará lo que para el propio Wenders, un cuarto de siglo atrás (ver entrevista): una conmoción, una revelación, un hito. Derribando todos los límites, a partir de los años ’70 Philippine Bausch hizo de la danza un lenguaje totalizador, que no se detenía ante barrera alguna. Ni física, ni mental, ni estética. El estilo de Pina Bausch son todos los estilos. Su técnica, todas las técnicas. Su estética, otro tanto. En poco menos de dos horas, Pina despliega ese universo en estado de expansión. Desde una coreo naïf, con los integrantes del elenco del Tanztheater sonriendo como niños encantados, hasta una tragedia como Ifigenia en Táuride, de Glück, con su simple vestido rojo como emblema de la sangre. Desde la épica del esfuerzo de La consagración de la primavera –en la que los bailarines deben afrontar el peso de la turba que cubre el piso, cada vez que tienen que levantar un pie– hasta la de Vollmond, con la lluvia cayendo a baldes sobre el escenario, y los propios bailarines en guerra de baldazos. Así sucesivamente y al infinito: el angustiado minimalismo de Café Müller, la incorporación de “gente común” (adolescentes y de la tercera edad) en Kontakthof, el asombro de un salto inesperado, la vitalidad de-sencadenada, el sentido del humor, la levedad, el absurdo: todos los mundos, bailados.
Wenders filma las obras mencionadas en su totalidad, durante exhibiciones en vivo y con público, en la sala del Tanztheater. Lo que para el público presente habrá resultado un engorro (dos o tres cámaras grandotas, moviéndose sin parar entre los bailarines), al espectador de cine le permite “meterse”, de un modo que el 3D convierte en experiencia casi táctil, dándole a cada cuerpo un relieve hiperreal y haciendo de cada coreografía un organismo en movimiento. Ese cuerpo central de Pina se complementa con tres clases de fragmentos, que se intercalan en el curso del metraje. Uno de ellos está constituido por pequeños números solistas, filmados en las calles de Wuppertal. Según declara, Wenders habría pedido a los bailarines que bailaran para él sus recuerdos sobre Pina. Parece poco probable que respondan a ese precepto la historia de amor entre un miembro del elenco y un hipopótamo de artificio, o el hombre que baila mientras un perro callejero lo persigue a mordiscones, o la señora que sube al monorriel intentando aplastar a alguna clase de bicharraco invisible. En cualquier caso, se trata de números vívidos, aireados y sorprendentes, destacándose sobre todo los que tienen lugar en el monorriel suspendido, cuya carrera hacia el fondo del plano el 3D vuelve semejante a una montaña rusa.
Los otros fragmentos que se intercalan son una serie de soliloquios de los miembros del elenco, la mayoría de ellos recordando los particulares métodos de enseñanza de Pina (más propios de una maestra zen que de una simple coreógrafa), y algunos registros, en 16 mm blanco y negro, de fotos fijas, ensayos y presentaciones de la propia Bausch. Si los primeros planos de los bailarines lucen en ocasiones demasiado “actuados”, la decisión de incluir los materiales de archivo es, seguramente, el mayor error de Wenders. Esos fragmentos desentonan tanto en términos técnicos y visuales como dramáticos, volviendo crasa una presencia que el resto del material invoca como fantasma omnipresente. Que es lo que Pina Bausch representa para quienes la conocieron y también, desde el momento de su muerte, para la cultura contemporánea en su totalidad.
Página/12 del JUEVES, 6 DE OCTUBRE DE 2011